sábado, 18 de agosto de 2007

macondo
Siempre he tenido un gran respeto por los lectores que andan buscando la realidad escondida detrás de mis libros. Pero más respeto a quienes la encuentran, porque yo nunca lo he logrado. En Aracataca, el pueblo del Caribe donde nací, esto parece ser un oficio de todos los días. Allí ha surgido en los últimos veinte años una generación de niños astutos que esperan en la estación del tren a los cazadores de mitos para llevarlos a conocer los lugares, las cosas y aun los personajes de mis novelas: el árbol donde estuvo amarrado José Arcadio el viejo, o el castaño a cuya sombra murió el coronel Aureliano Buendía, o la tumba donde Ursula Iguarán fue enterrada y tal vez viva en una caja de zapatos. Esos niños no han leído mis novelas, por supuesto, de modo que su conocimiento del Macondo mítico no proviene de ellas, y los lugares, las cosas y los personajes que les muestran a los turistas sólo son reales en la medida en que éstos están dispuestos a aceptarlos. Es decir, que detrás del Macondo creado por la ficción literaria hay otro Macondo más imaginario y más mítico aún, creado por los lectores, y certificado por los niños de Aracataca con un tercer Macondo visible y palpable, que es sin duda el más falso de todos. Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere.
El colmo de esos estragos de la poesía lo viví en persona el año pasado, navegando por uno de los ríos helados que bajan de la Sierra Nevada de Santa Marta y desembocan en la Ciénaga Grande. Es cierto que el viaje se hace entre ráfagas deslumbrantes de mariposas amarillas, y en un cauce interrumpido por frecuentes promontorios de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Sin embargo, el patrón de la canoa aseguraba a los turistas que cuando él era niño no había piedras tan grandes ni mariposas amarillas en los ríos de la sierra, sino que aparecieron después de Cien Años de Soledad. En cambio, en el pueblo de Fundación hubo hace años una exposición de muebles y objetos domésticos, cuyo propietario aseguraba que eran los de la casa de mis abuelos en la vecina Aracataca. El negocio fracasó, porque nadie creía que aquellas cosas fueran auténticas. Sin embargo, eran en realidad los saldos de un remate que se hizo después de la muerte de mis abuelos, y que el comprador había mantenido en un depósito hasta que alguien le sugirió fundar aquel museo infortunado en el que nadie creyó. Lo difícil es saber quién está más cerca de la razón: ¿los que creen en las ilusiones o los que no creen la verdad?

No hay comentarios: